Hoy es el día del bautizo de mi hijo. Yo no podré ir. Espero que pasados los años, cuando él pueda entender, me perdone por este abandono. Me gustaría que pudiese estudiar, que la vida le deparase mejores momentos de los que me brindó a mi, de los que yo mismo me supe ofrecer. La dureza de mi infancia marcó toda mi existencia.
Mi padre nos hizo hombres a fuerza de cinturón, y yo nunca traté de diferenciarme de su conducta. Mas bien, todo lo contrario. Fue el ejemplo que tuve y que seguí a rajatabla con los míos. Primero con mis pequeños hermanos, luego con mis novias, y finalmente, con mi esposa. Por eso fui tan déspota con los que me rodeaban.
El tiempo no se detiene y yo ya no tengo manos. Nunca podré acunar a mi niño, nunca enjugaré sus lágrimas, nunca curaré sus heridas. Desearía poder evitar sus futuros problemas, pero ya no podré hacer nada. El sufrimiento y la felicidad son ambos polos de un mismo imán. Complementarios uno del otro, no existe dicha si no se ha conocido primero una carencia y realmente no podría existir el sufrimiento sin saber definir, incluso vagamente, la felicidad.
Han pasado los años. Creo que mi anciano padre ha fallecido. Me alegro en cierto modo, pues desde hace tiempo su vida no era vida, si no mas bien una lucha diaria para esquivar las trampas de la muerte. Desearía correr a consolar a mi sufrida madre, pero hace tiempo que tampoco tengo pies. Todos lloran su muerte, incluso mi hijo. Ya ha empezado a conocer el dolor. Con tan solo cinco años ya sabe que se siente al perder algo propio, algo, cuanto menos, querido.
Hoy ha acudido por primera vez a la guardería. Parece que es un niño muy extrovertido, lo cual me alegra, pues esa faceta se que la ha heredado de su padre, pero por otro lado, tiene serias dificultades para aprender a leer. Mi mujer dice que lo llaman dislexía. ¡Cuanto desearía poder ayudarle! Pero no podría, he perdido también los ojos.
El tiempo cada vez se esfuma con mayor agilidad. Han intentado enseñar a mi pequeño a montar en bici. Es la misma en la que aprendió mi hija Michelle. Ahora la recuerdo mas que nunca. Cómo reía cuando yo se lo permitía. Cómo lloraba cuando yo la zurraba, cuando las maltrataba a ambas, a mi mujer y a ella. Me arrepiento mas que nunca de haber sido tan borracho. Ahora lo puedo decir claramente; cuando bebía la ira se apoderaba de mí, y ellas sufrían las consecuencias. Por una mirada hostil, un ojo amoratado; por un mínimo reproche, un brazo fracturado; y por un abandono...
No he sido yo el que ha estado a su lado en sus primeros pedaleos, pues sin piernas mal podría dirigirle. Otro ha sido el elegido por mi esposa para este fin. Creo que mi hijo le quiere. Me duele decirlo, pero en él encuentra todo lo que yo jamas pude ofrecerle durante estos ocho años.
Mi mujer cada semana insiste en contarme todo sobre el crecimiento de mi hijo. Ella no lo sabe, pero aveces me hace daño con sus palabras, especialmente, cuando me relata con gran subjetividad lo felices que son con el tipo de la bicicleta. En cierto modo, me lo merezco y sé que es justo por mi conducta pasada. Pero por otro lado, luego reflexiono y creo, por extraño que parezca, que ella aun me quiere, pese a no poseer ya fuertes brazos con los que abrazarla, pues de otro modo, hubiese suspendido sus visitas.
Tras el colegio, el Instituto, y tras el Instituto, la Universidad. Mi hijo va a ser médico. Mi sueño se esta realizando, pues ha crecido fuerte y saludable, y sé que va a ser alguien importante. A su graduación han acudido mi mujer, mi suegra, mi futura nuera y, como no, el de la bicicleta.
Los meses insisten en no detenerse, y yo espero desde hace semanas la visita de mi esposa, la cual por fin parece haberme olvidado. Me alegro de que se haya desencadenado de su obligación hacía mí. Es extraño, me complace su reconstruida vida, pero al mismo tiempo, me duele su olvido. Creo comprender que aquel hombre que durante tantos años ha intentado alejarla de mi lado, por fin lo ha logrado. Espero que sea diferente a mi.
Tras algunas primaveras de tranquilidad, mi hijo ha venido a verme y me ha dicho la verdad. Ahora se que mi mujer lleva tres años muerta, los mismos que yo he estado notando su ausencia. Por eso no había regresado a nuestros encuentros. Realmente no me había cambiado por el otro como yo pensaba.
Mi querida esposa, siempre tan fiel, tan abnegada, tan bella, murió queriéndome pese a ser yo el culpable del suicidio de Michelle, una hermosa criatura de diez años, una niña con una vida por explorar que no soportó el temor de vivir con un padre alcohólico. Una hija que una noche, atemorizada por haber roto con su pelota la televisión en una final de Liga, al ver llegar a su padre no esperó a recibir la reprimenda y salió huyendo sin dirección hasta llegar al puente que cruza el río, y sin darle oportunidad de mostrarle su sobrio afecto paternal se lanzó a las caudalosas aguas del suicidio, ante la atónita mirada de sus progenitores.
La noticia de mi viudedad ya no me ha dolido. Desearía sentir su muerte, sentir ese típico dolor en el pecho al separarse de un ser querido, del ser mas querido, de tu compañera. Pero no logro sufrir, pues en tan larga espera he debido perder también mi corazón.
Otra vez lo he perdido, otra vez la causa ha sido la soledad. Yo alguna vez tuve amor en mí, pero los golpes de mi niñez lo achicaron y no volvió a surgir hasta que encontré a Michelle en la orilla, con los pulmones encharcados y la cabeza abierta, sin aliento, sin vida, pero con una expresión de terror en su mirada que hubiese hecho reflexionar al peor de los padres, al mas duro capo y al mismo demonio.
Por tanto, de nuevo nada queda de valor en mí. Durante estos veinticinco años, pese a mi lucha por evitarlo, las diferentes alimañas subterráneas han acabado con la mayoría de mi cuerpo. Pude proteger mi corazón con las esperanzas del amor de mi esposa, pero al sentirlo perdido, cesé en mi lucha y permití que destruyesen el motor de mis ilusiones, el centro del cadáver que soy yo esperando a recibir mas noticias de los que debieron haber sido en vida mi gran amor.
Me arrepiento de toda mi existencia, pero lo mas reprochable en mi conducta fue mi cobardía para enfrentarme al rostro de mi hijo, al que jamás vi por decisión propia, pues al saber del embarazo de mi esposa decidí huir en busca de Michelle por temor a reincidir en mi conducta. Hice puenting sin cuerda, salté al vacío sin ninguna protección, pero me queda el consuelo de saber que mi hijo vive y de vez en cuando me trae alguna flor para recordar que tuvo un padre al que jamás conoció, un padre que desde su fría fosa espera que le conceda algún día su perdón.
El tiempo no se detiene y yo ya no tengo manos. Nunca podré acunar a mi niño, nunca enjugaré sus lágrimas, nunca curaré sus heridas. Desearía poder evitar sus futuros problemas, pero ya no podré hacer nada. El sufrimiento y la felicidad son ambos polos de un mismo imán. Complementarios uno del otro, no existe dicha si no se ha conocido primero una carencia y realmente no podría existir el sufrimiento sin saber definir, incluso vagamente, la felicidad.
Han pasado los años. Creo que mi anciano padre ha fallecido. Me alegro en cierto modo, pues desde hace tiempo su vida no era vida, si no mas bien una lucha diaria para esquivar las trampas de la muerte. Desearía correr a consolar a mi sufrida madre, pero hace tiempo que tampoco tengo pies. Todos lloran su muerte, incluso mi hijo. Ya ha empezado a conocer el dolor. Con tan solo cinco años ya sabe que se siente al perder algo propio, algo, cuanto menos, querido.
Hoy ha acudido por primera vez a la guardería. Parece que es un niño muy extrovertido, lo cual me alegra, pues esa faceta se que la ha heredado de su padre, pero por otro lado, tiene serias dificultades para aprender a leer. Mi mujer dice que lo llaman dislexía. ¡Cuanto desearía poder ayudarle! Pero no podría, he perdido también los ojos.
El tiempo cada vez se esfuma con mayor agilidad. Han intentado enseñar a mi pequeño a montar en bici. Es la misma en la que aprendió mi hija Michelle. Ahora la recuerdo mas que nunca. Cómo reía cuando yo se lo permitía. Cómo lloraba cuando yo la zurraba, cuando las maltrataba a ambas, a mi mujer y a ella. Me arrepiento mas que nunca de haber sido tan borracho. Ahora lo puedo decir claramente; cuando bebía la ira se apoderaba de mí, y ellas sufrían las consecuencias. Por una mirada hostil, un ojo amoratado; por un mínimo reproche, un brazo fracturado; y por un abandono...
No he sido yo el que ha estado a su lado en sus primeros pedaleos, pues sin piernas mal podría dirigirle. Otro ha sido el elegido por mi esposa para este fin. Creo que mi hijo le quiere. Me duele decirlo, pero en él encuentra todo lo que yo jamas pude ofrecerle durante estos ocho años.
Mi mujer cada semana insiste en contarme todo sobre el crecimiento de mi hijo. Ella no lo sabe, pero aveces me hace daño con sus palabras, especialmente, cuando me relata con gran subjetividad lo felices que son con el tipo de la bicicleta. En cierto modo, me lo merezco y sé que es justo por mi conducta pasada. Pero por otro lado, luego reflexiono y creo, por extraño que parezca, que ella aun me quiere, pese a no poseer ya fuertes brazos con los que abrazarla, pues de otro modo, hubiese suspendido sus visitas.
Tras el colegio, el Instituto, y tras el Instituto, la Universidad. Mi hijo va a ser médico. Mi sueño se esta realizando, pues ha crecido fuerte y saludable, y sé que va a ser alguien importante. A su graduación han acudido mi mujer, mi suegra, mi futura nuera y, como no, el de la bicicleta.
Los meses insisten en no detenerse, y yo espero desde hace semanas la visita de mi esposa, la cual por fin parece haberme olvidado. Me alegro de que se haya desencadenado de su obligación hacía mí. Es extraño, me complace su reconstruida vida, pero al mismo tiempo, me duele su olvido. Creo comprender que aquel hombre que durante tantos años ha intentado alejarla de mi lado, por fin lo ha logrado. Espero que sea diferente a mi.
Tras algunas primaveras de tranquilidad, mi hijo ha venido a verme y me ha dicho la verdad. Ahora se que mi mujer lleva tres años muerta, los mismos que yo he estado notando su ausencia. Por eso no había regresado a nuestros encuentros. Realmente no me había cambiado por el otro como yo pensaba.
Mi querida esposa, siempre tan fiel, tan abnegada, tan bella, murió queriéndome pese a ser yo el culpable del suicidio de Michelle, una hermosa criatura de diez años, una niña con una vida por explorar que no soportó el temor de vivir con un padre alcohólico. Una hija que una noche, atemorizada por haber roto con su pelota la televisión en una final de Liga, al ver llegar a su padre no esperó a recibir la reprimenda y salió huyendo sin dirección hasta llegar al puente que cruza el río, y sin darle oportunidad de mostrarle su sobrio afecto paternal se lanzó a las caudalosas aguas del suicidio, ante la atónita mirada de sus progenitores.
La noticia de mi viudedad ya no me ha dolido. Desearía sentir su muerte, sentir ese típico dolor en el pecho al separarse de un ser querido, del ser mas querido, de tu compañera. Pero no logro sufrir, pues en tan larga espera he debido perder también mi corazón.
Otra vez lo he perdido, otra vez la causa ha sido la soledad. Yo alguna vez tuve amor en mí, pero los golpes de mi niñez lo achicaron y no volvió a surgir hasta que encontré a Michelle en la orilla, con los pulmones encharcados y la cabeza abierta, sin aliento, sin vida, pero con una expresión de terror en su mirada que hubiese hecho reflexionar al peor de los padres, al mas duro capo y al mismo demonio.
Por tanto, de nuevo nada queda de valor en mí. Durante estos veinticinco años, pese a mi lucha por evitarlo, las diferentes alimañas subterráneas han acabado con la mayoría de mi cuerpo. Pude proteger mi corazón con las esperanzas del amor de mi esposa, pero al sentirlo perdido, cesé en mi lucha y permití que destruyesen el motor de mis ilusiones, el centro del cadáver que soy yo esperando a recibir mas noticias de los que debieron haber sido en vida mi gran amor.
Me arrepiento de toda mi existencia, pero lo mas reprochable en mi conducta fue mi cobardía para enfrentarme al rostro de mi hijo, al que jamás vi por decisión propia, pues al saber del embarazo de mi esposa decidí huir en busca de Michelle por temor a reincidir en mi conducta. Hice puenting sin cuerda, salté al vacío sin ninguna protección, pero me queda el consuelo de saber que mi hijo vive y de vez en cuando me trae alguna flor para recordar que tuvo un padre al que jamás conoció, un padre que desde su fría fosa espera que le conceda algún día su perdón.
Amanda.
Este?
Un asqueroso de mierda.
Maltratador sin par que como ve, arrepentirse NO SIRVE DE NADA, SO MEMO. AHÍ TE PUDRAS.
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